domingo, 29 de abril de 2012

El niño orgulloso ¿Cómo educarlo?



Este niño preocupado constantemente en demostrar sus cualidades, inclinado a exagerar su valor y a fingirlo cuando no existe, a llamar la atención sobre sí mismo, siempre dispuesto a aparecer y ser notado, y que llega a tomar actitudes singulares en el caminar, en el hablar, en los gestos, es, sin una duda alguna, un niño orgulloso.
Su gran preocupación es imponerse a la consideración ajena, sobresalir donde se encuentra, manifestar sus “altas cualidades”, desde la inteligencia privilegiada al cabello bien peinado, desde la voz bonita a la vestimenta, del conocimiento “variado” a las capacidades deportivas.
Su orgullo puede tomar formas variadas, pero en último término todo lo relaciona consigo mismo, y se atribuye todo, consciente o inconscientemente, merecida o inmerecidamente. Se elogia cuando nadie lo elogia; y hasta de los defectos se jacta, cuando no tiene ya cualidades o virtudes a realzar.
Otras veces, según las circunstancias, finge cualidades que no tienen, se jacta de lo que no hizo, se excede en las medidas y las maneras, sin percibir el descrédito el que se lanza y la irrisión que provoca.
Y bueno es cuando para engrandecerse no desmerece o desprecia a los otros.
El Paranoide
No es el orgullo simple, la vanidad infantil, la bobada de la muchacha que exhibe el cabello o del muchacho que muestra la fuerza física.
Es el ensimismado, permanentemente volcado sobre sí mismo, valorizándose desmedidamente en todo, profundo egoísta, centro del mundo, convencido de su superioridad, la cual busca mantener, exagerando sus méritos y disminuyendo los de los otros.
Presumido, sabe todo, nada necesita que se le enseñe, profiere sentencias, reputa como ignorantes a los que no lo aplauden, desea siempre tener la última palabra en las discusiones, porque no admite que contra él alguien pueda tener razón. Incluso discute con los profesores, y, como no puede silenciarlos, les grita o los ridiculiza (como lo hace con los colegas), y explica después a los amigos que “el profesor se equivocó“.
Y para tener siempre ocasión de mostrarse, cultiva la manía de la oposición, atacando lo que otros elogian, o elogiando lo que atacan, sin ninguna preocupación de coherencia.
Para sostener la posición en que falsamente se coloca, amplía insignificantes ventajas verdaderas, deforma los hechos en su favor, los completa con la imaginación, o entra simplemente en la fabulación donde figura como héroe, predestinado, necesario.
Inadaptado, hipersensible, no establece armonía duradera sino con los que se le sujetan y reconocen su superioridad. Peleador, desobediente, insubordinado en casa y en la escuela, hace gala de su indisciplina, reputando de débiles a los que obedecen (“porque no tienen fuerza de voluntad“). Es con frecuencia también el terror de la vecindad.
Insatisfecho cuando no es el primero, juzga injustas las calificaciones de la escuela, acusa a los maestros de parcialidad, se siente perseguido cuando no vence, tiene gusto en dominar en los juegos, pronto para agravar las faltas de los otros y para perdonar siempre las suyas, más graves y más frecuentes.
El retrato es severo, pero fiel. Gracias a Dios, poco frecuente con todas las características apuntadas.
Pero se encuentran los tipos atenuados, con algunas de estas señales, notándose siempre la tendencia
a la dominación, la manía de grandeza, la preocupación para transformar en esclavos a los que lo rodean, y la simplicidad en explotar la mínima oposición.
Trayendo desde la cuna la constitución, se manifiesta desde pequeñito; pero es en la edad escolar y en la adolescencia que se pronuncia con más claridad.
Fuentes del orgulloso
- El orgullo procede del amor proprio, que siendo muy necesario y objeto de valor en nuestra vida, puede degenerar en estos excesos.
- Se manifiesta tanto en personas mediocres como en inteligentes; pero en estas revela falta de reflexión: pensando mejor sobre el valor de las cosas, se encuentran más razones para la humildad que para el orgullo.
- Analizado bien, el orgulloso denuncia sentimiento de inferioridad. De hecho, quien tiene verdadero valor, no necesita trompetearlo: rápido será reconocido; y quien tiene valor, no tiene porque fingirlo; si es grande, no necesita exagerar; quien está seguro de su superioridad, hasta se rebaja para alegarla; el que se jacta, es que no confía en sí.
- El orgulloso también revela gran ignorancia del valor verdadero de las cosas, de lo poco o nada que vale lo que pronto fenece, de que lo recibido gratuitamente de Dios no tiene mérito alguno, como tampoco lo que no representa ningún valor humano.
Los motivos del orgullo son:
- Los dones físicos, que varían según la edad y el sexo;
- La inteligencia, que confunden con la memoria y la simple capacidad manual;
- La riqueza, con las facilidades que proporcionan al niño que lo distinguen de los menos afortunados;
- La posición social;
- La familia, cuya reputación se cultiva;
- Finalmente, los éxitos personales, únicos que revelan cierto esfuerzo y valor.
El ambiente
Frecuentemente, el origen del orgullo del niño se apoya donde vive. Los padres —la madre especialmente— no se cansan de elogiar en él la belleza o inteligencia. Se entiende que admiren a los niños; pero también se exige que sean discretos, para no dañarlos. Cuando el niño realmente es encantador, aparecen peligros más grandes: nadie se opone a su gusto de ser aprobado y elogiado.
Los padres lo fomentan
- Hay padres que no saben para poner término a su vanidad: las exposiciones de la inteligencia del as en la escuela son reiteradas. “Ve a buscar tu boletín para mostrarlo“. “Di las capitales de los estados“. “Vamos a hacer un viaje alrededor de la tierra“. “¿Cuáles son los presidentes de la república, con sus fechas?“. Y las visitas se deshacen en alabanzas, evaluando cuánto vale este estereotipado.
- Otros compran, el peso de elogios, la obediencia de los niños. “Ve, mi buenita…, una muchacha bonita como tú no desobedece a papa” “Un muchacho inteligente como usted“…
Subversión de valores
El orgulloso parte con frecuencia de la noción errada de valores.
La madre, preocupada excesivamente por la vestimenta, el padre que se jacta de que fue invitado por tal personaje, dan a los niños lecciones eficientes de… vanidad.
La señora que vive en los tés de sociedad, exhibiendo futilidades, gozando de los éxitos que los periódicos publicitan, sólo por milagro podrá ver a la hija en el camino de la modestia y del buen sentido.
En la frivolidad de los concursos de belleza, de las reinas de fiestas y de los desfiles de modas, las muchachas pierden la jerarquía de los valores y son arrastradas a las exposiciones que las madres, insensatas, las precipitan sin percibir el mal que les hacen.
Y también el que se hacen a sí mismas, porque más adelante serán las víctimas de la desobediencia, de la arrogancia, de la falta del sentido común de estas niñas “educadas” de este modo.
En vano buscarán hacer valer su autoridad: está debilitada, sino anulada; en el espíritu de los niños no están dadas las condiciones para la resonancia deseada.
Dirigir al orgulloso
La intención del educador no debe ser destruir el orgullo: como todas las pasiones, es una fuerza necesaria; sólo resta moderarla y orientarla en la dirección del bien.
El brío, la estima de sí mismo, el cuidado del buen nombre (“Toma cuidado de tu buen nombre, pues ese bien te será más estable que mil tesoros grandes y preciosos“. Ecl. 31,15), el aprecio de la dignidad personal, el sentido del honor, las tradiciones de familia…, encuentran fuerte estimulo en el comedido orgullo.
Este será para los niños y adolescentes un apoyo fácil, del que se librarán después, en la medida que el espíritu madure y se afirme en valores más altos y definitivos.
Existe incluso un orgullo noble a cultivar en los niños, como el de una familia bien constituida o la gracia de la fe católica.
Bien dirigido, el orgulloso será un líder; y la formación de los líderes es necesaria a Patria.
Poner al servicio del prójimo esas ambiciones pequeñas será objeto de valor. Las obras sociales de realización inmediata, las organizaciones religiosas, la ayuda a las misiones, etc., los deportes y derivados, serán los beneficiados.
Pero hay que jerarquizar los valores. Hay que
dar a los niños el justo valor de las cosas: la belleza, la fuerza, las habilidades son demasiado perecederas; la ropa y el dinero ni siquiera forman parte de nuestra persona; la posición social es una riqueza, pero nos da más responsabilidad que honores; una buena familia aumenta nuestros compromisos, porque tenemos que mostrarnos a su altura. “Somos hijos de santos y no tenemos que vivir como paganos que no conocen a Dios” (Tob 8,5).
No fomentar el orgullo
Eviten los padres los elogios de las cualidades físicas; y cuando lo hagan los extraños, ponderen más las cualidades morales, porque las personas valen no por la belleza, la fuerza o la inteligencia, sino por sus virtudes.
Elogien el uso de los facultades, el esfuerzo hecho, pero con discreción, sin lisonja, emulando el deber, porque los elogios discretos y pequeños son provechosos e incluso necesarios.
Enseñen a preferir la alegría de la conciencia que hace el bien, cumpliendo el deber, ayudando al prójimo, practicando la virtud: no hay elogios ni premios que valgan esa íntima satisfacción.
Muestren sobre todo que valemos lo que somos a los ojos de Dios, y que nada lo modifican los juicios de los hombres.
De este modo, poco a poco, se irá corrigiendo a los niños orgullosos.
Invocar el sentido común
Es
necesario llamar la atención del orgulloso:
- para demostrarle la sin razón de la vanidad, el ridículo al que conduce, la humillación que puede producir;
- para ponderar que más vale la persona modesta y simple que la vanidosa y soberbia;
- para señalarle los errores que comete. Hacerlo con mansedumbre, pero con firmeza, sin humillarlo, porque si no se rebela, pero sin excusarlo (él se defiende muy bien).
La sanción natural
Cuando el niño vanidoso se encuentra en algún aprieto a causa de sus exhibiciones, conviene dejar que esa situación le amargue, sin ayudarle, por mucho que esto cueste: hay allí un castigo fuerte y natural. El educador hablará después al respecto.
Recurso a los medios sobrenaturales
Cristianos somos y tenemos los elementos sobrenaturales de la educación, y no podemos olvidarnos de ellos:
- las numerosas lecciones de humildad que nos dio Cristo Nuestro Señor (ver: Mt. 11,29; 18,4; Lc. 14,14; Mt 8,8; Lc. 18.14 y Mt. 8,10);
- los peligros espirituales que nos causa el orgullo, porque “Dios resiste a los soberbios y de su gracia a los humildes”. (Stg. 4.6), y la soberbia es una fuente de numerosos pecados;
- el cuidado de hacer todas las cosas para la gloria de Dios, y no para nuestra gloria, porque el Señor es el principio y el fin todas las criaturas (recta intención);
- el examen de conciencia diario (y no sólo para las confesiones), procurando ver no sólo las faltas, sino también sus causas, terminando con la detestación de los pecados y la intención de prevenirlos;
- la oración frecuente, para pedir a Dios el favor para resistir las tentaciones y para practicar una humildad sincera;
- la práctica de los Sacramentos de la Penitencia, que nos purifica, y de la Eucaristía, que nos da fuerzas.
Por Monseñor Álvaro Negromonte y revisado por Hno. Gamaliel Gorostieta

No hay comentarios:

Publicar un comentario